domingo, 27 de diciembre de 2015

TRÓPICO UTÓPICO


  Cuando Claude Lévi-Strauss escribió Tristes Trópicos aún creía que la ciencia no era lo suficientemente fuerte para remplazar a la filosofía. Quizá por eso sus observaciones antropológicas sobre las tribus de Mato Grosso en Brasil están acompañadas en esta narración retrospectiva de reflexiones sobre distintas religiones, el marxismo o el existencialismo, así como de episodios autobiográficos. Leemos entonces la experiencia del contrato social en un exótico mundo  salvaje junto al pretendido entendimiento del lugar del hombre en el universo, si es que esto acaba siendo algo más que la naturaleza. Es cierto que la selva desata la curiosidad intelectual del etnógrafo, pero también lo es que esa curiosidad está estructurada en la sólida formación académica de alguien que fue hasta allí sin la vocación de un explorador, quizá con la intención de recolectar mitos con los que explicar la ausencia de política en la sociedades primitivas. Con la ilusión de confirmar que siempre será posible resguardarse de la civilización en la soledad. El trabajo de campo contribuye a esa búsqueda, contactando con informantes eficazmente escogidos y observando  para relatar detalles como que los niños nambiquaras ignoraban los juegos y se dedicaban a luchar y dar volteretas, imitando a los adultos, antes de probar con el tiro al arco.  Pero él mismo reconoce que no lo ha visto todo. Quizá por eso reflexiona honda y magistralmente sobre lo que es mundo en su memoria resistente. Quizá por eso se atreve a hablarnos del poblamiento de la Polinesia mientras expone sus estudios sobre los indígenas de la selva amazónica que visitó hace quince años.

   ¿Existe la grandeza indefinible del comienzo, la pureza original? Se preocupa Lévi-Strauss en este libro, que es también un viaje ilustrado para buscarse a sí mismo en los otros de un lugar lejano, por lo que pueda venir cuando el arco iris de las culturas humanas termine de abismarse en el vacío. ¿Qué queda de la utópica sociedad de la naturaleza de Rousseau? Queda el símbolo y la realidad, me atrevo a concluir, como una escritura común e infinita: la misma vida, la extraña vida. O mejor, como dice el autor de este libro radicalmente lúcido, la necesidad de aprehender la esencia de lo que fuimos y continuamos siendo más acá del pensamiento y más allá de la sociedad. Si, como afirma, no hay distancia entre un nosotros y un nada, ¿para qué nos movemos? ¡Adiós salvajes!, ¡adiós viajes!
 

domingo, 1 de noviembre de 2015

EL GRAN OCÉANO DEL CIELO AZUL


   Así llaman los maoríes al océano Pacífico: Moana-Nui-o-Kiva. Para recorrerlo lentamente, a través de más de cincuenta islas, cargando con un kayak plegable, alguien debe tener la curiosidad mental y física de un viajero de verdad, de esos que no saben dónde van, como el escritor Paul Theroux, también lector confeso de Malinowski en las Trobiand. Esa experiencia  por el gran mar, la infinita búsqueda del paraíso, la describe en un libro fascinante: Las islas felices de Oceanía. La vida abandonada en un espacio libre es más un sentimiento que una realidad, como la ausencia de una economía monetaria. Pero siempre nos quedará una parte de ese sueño vagando sobre las olas, a pesar del rumor de la presencia de caníbales inexistentes. Por eso, como si todo fuese vida salvaje (que no lo es ni en Nueva Zelanda, ni en Samoa, ni en Fiyi, ni en Tonga, ni siquiera en la enigmática isla de Pascua), nos acercamos con agrado a la lectura de lo que acontece en una aldea de chozas con techos de palmas detrás de una hermosa playa de arenas blancas donde los hombres recogen cocos bajo un cielo soleado, elaboran la copra y salen a pescar al borde del arrecife de coral, en las aguas azul verdosas de la laguna. Nos sorprende saber que en algún lugar de Melanesia, por ejemplo, el concepto de humanidad no existe fuera de la propia tribu, como si los otros fueran otra especie.

 Es extraño y nos seduce, aunque Theroux dice que una isla de cultura tradicional no puede ser idílica. Porque la vida se esfuerza en ser real, aunque parezca anclada en el pasado; no es algo contado por un tusitala como Stevenson, un narrador de historias en los Mares del Sur. Ocurre en cualquier parte y está llena de incidentes. Pero cuando lees sobre toda esa exótica existencia, piensas que el mundo puede ser una bonita isla vacía hacia la que emprender un viaje para alejarte improbablemente de la civilización. Así lo pintó Gauguin: ¿De dónde venimos, qué somos, adónde vamos?
 

domingo, 11 de octubre de 2015

EN UN HOTEL BARATO DE CEILÁN


   Crees que vas a hacer un viaje, pero enseguida  el viaje es el que te hace, o te deshace. Eso decía Nicolas Bouvier y desde que pudo no dejó de viajar por los caminos del mundo. Veinticinco años después de su alucinante estancia de siete meses en un cuarto barato en la isla de Celilán (la actual Sri Lanka) publicó El pez escorpión, un libro imprescindible que parece escrito con la delicadeza y la precisión de un entomólogo, el eco rescatado de aquella aventura existencial. De su experiencia en medio de un largo viaje desde Venecia, mientras aguardaba para seguir hasta Japón, nos queda este relato de encuentros banales, el vagabundeo en un océano de gente modesta atenta a sus necesidades y las ensoñaciones febriles de un hombre en la penumbra azul de una isla (su isla ya) de olores vehementes, que para él es un derroche de belleza inútil. Cuanto más leemos, más nos atrapa la necesidad de escribir del autor mientras espera que la salud vuelva, con una jarra de té negro al lado, en medio de una densa selva que todo lo decora y lo devora, tratando de sobrevivir con amargura a lo real y lo oculto. Compartimos forzosamente su peripecia vital, hundidos en el calor húmedo de su memoria hechicera, aliviados de cuando en cuando por el aire marítimo y empapados en los días del monzón. Porque también nosotros, los lectores, desplegamos una geografía propia, una razón para llegar más allá. Es natural.

Bouvier quería viajar para aprender y nadie le había enseñado lo que estaba descubriendo en la isla. A veces es así: se camina sin avanzar, se da vueltas a la mente y se abre un paisaje interior que busca la efímera frescura de lo cotidiano, de lo que sucede, de la isla que buscamos sin saber que ya hemos llegado hasta allí. Viajar es interrumpir la erosión de la vida. Es como si tuviésemos un pez escorpión dando vueltas en un frasco de pepinos preciosamente arreglado con coral y arena fina y de vez en cuando nos acercásemos a él para pegar el rostro al vidrio y liberar los impulsos del corazón. Los días se van así, mirando lo que hemos vivido y procurando atrapar sus ideas a lo largo del camino. Ahora lo sabemos, gracias a la vida viajera de este escritor suizo que parece pesimista en la isla de la sonrisa: basta murmurar un mantra para atravesar la noche como una centella. No se viaja para adornarse de exotismo y de anécdotas. Pero todo será un recuerdo que podremos contar. Hay que ver. Buen viaje.

domingo, 27 de septiembre de 2015

AFRICANO


   Pertenecemos a un lugar de la memoria al que estamos constantemente regresando. Es el viaje que da sentido a la vida. Por eso nos reconocemos fácilmente en la exploración seductora de nuestra infancia, aquellos años que vivimos en una despreocupación placentera. Si además a uno le toca un padre ausente, exiliado en tiempo de guerra, hundido en otro mundo, apartado de su mujer y sus hijos, que es médico itinerante y total (desde el parto hasta la autopsia) por la naturaleza abierta del África occidental, como es el caso del escritor francés J.M.G. Le Clézio, un padre con el que se encuentra a los ocho años al mismo tiempo que con la selva y la sabana y con nuevos amigos procedentes de las tribus de los ibos y los yorubas, ese pasado recurrente se convierte entonces en algo más, en memoria literaria, con los ingredientes necesarios para culminar en un libro completo, como es el caso.

    En esta ruta literaria que nos lleva hasta El africano, el gran pequeño libro de Le Clézio, leemos el recuerdo de un hombre y un tiempo y la hermosa descripción de un lugar de horizontes lejanos, cielos vastos y extensiones inabarcables, praderas de hierba y montañas por donde durante el día se caminaba, a pie o a caballo, sintiendo la libertad, y por la noche se dormía al raso, bajo un árbol o colgando la hamaca en una choza de barro seco y hojas.

   Al mismo tiempo, la extrañeza, la dureza de la mirada, la severidad del aspecto de ese padre señalado por la vida africana, por el clima ecuatorial, por el contacto directo con los que sufren, dejan también su huella emocional en la escritura de Le Clézio, como si estuviese fijada en un sueño o en una búsqueda. Por lo tanto, se trata de un acercamiento a la vida salvaje, pero no más salvaje que la de París, pero también de un recuerdo sentimental, todo ello hermosamente narrado con verisimilitud, descrito con una capacidad expresiva que parece emanar de la parte africana del propio autor y que apenas permite que nos distraigamos brevemente en la contemplación de algunas imágenes en blanco y negro que ilustran los capítulos de este bello testimonio de aventura y admiración filial. Aunque sean imágenes nostálgicas y evocadoras tomadas con una vieja cámara Leica con fuelle por el mismo padre del autor en su amargo exilio africano. Porque preferimos ilustrarnos leyendo, preferimos viajar, palabra a palabra, hacia pueblos cuyos nombres nosotros también debemos anotar en los mapas para ser recordados. No en vano, a J.M.G. Le Clézio se le otorgó el Premio Nobel en 2008, entre otras cosas, por ser un explorador de la humanidad, dentro y fuera de la sociedad dominante.

viernes, 4 de septiembre de 2015

ESCRIBIR EN UNA ISLA


    Es aquí donde todo empieza o termina, en medio del océano. Es un límite para el que navega y para el que permanece en la orilla y lo demás no son más que leyendas. Haber amado un horizonte es insularidad, dice el poeta Derek Walcott, que nació en la pequeña isla volcánica de Santa Lucía. Pero también dice este Ulises antillano que el horizonte se hunde en la memoria. Entonces, ¿escribimos libros azules desde la orilla? Los poetas insulares prueban la fuerza de su mano en una inmensa página líquida, como si estuviesen persiguiendo ballenas blancas, como si estuviesen rezando la odisea infinita en una ermita rocosa. Es la necesidad de la isla, desde donde Walcott cree que uno puede abandonar la escritura y convertirse así en el mejor lector del mundo. Es un naufragio consentido. Estamos en la isla para dejar nuestros nombres en la arena y escuchar el ruido elemental de la espuma en el arrecife. Miramos lo que llega en el rizo de la ola. La poesía es una isla, insiste el pescador de travesías, y Omeros se desata en la brisa para viajar lejos. Es un poeta ciego por la luz exagerada en el Caribe o en el Atlántico, lejos del Mediterráneo, y canta un verso que desea ocultar el secreto de las mareas: ¡Qué perdidos están los leviatanes que ya no buscamos! Walcott, el viajero afortunado, olvida la muerte de los archipiélagos a través de los siglos, aunque conoce la prosa del miedo al rayar el alba. Sabe que escribir en una isla es caminar con alas para cambiar ese amor al océano que no es sino amor propio. Porque la isla es un destino, no es un lugar.