La humanidad no completa la vida.
Ni toda la vida es suficiente para llenar el mundo. Pero toda la visión del
mundo si puede abarcarse desde una aldea aislada de Mozambique. Así al menos debió
pensarlo Mia Couto cuando decidió escribir La confesión de la leona, una novela hechizante. En lugares como
ese, construidos con unas pocas creencias arcaicas, todas las mañanas alguna
mujer se levanta queriendo ser persona, libre y feliz, dispuesta a interpretar
por sí misma los espejismos que crea el calor en la hierba, sin que el rescate
de su animalidad sea necesariamente un misterioso acontecimiento que alerte al
poblado como lo haría la presencia extraviada de una leona salvaje.
Es el viaje interior que viene de fuera. La voz que quiere ser: ¿cuándo
vamos a decir que no? Los hombres saben que los leones rodean el poblado y
siguen mandando a sus esposas y a sus hijas a la huerta y a recoger leña y agua
de madrugada. Este libro evoca un paisaje completamente humano. Una injusticia
ancestral que no puede ser destino. Después de leerlo, sabemos que no basta con
matar a los leones. Es necesario también que una mujer que busca ser amada
pueda decidir la profundidad de su deseo: “esta noche hazme sentir miedo de mí
misma”. Y es necesario además que, al día siguiente, deje de andar como si la
vida fuese su enemiga.
La leona, la mujer, la modernidad, ¿cuál es la amenaza y quién el último
cazador? El autor ha escrito que Mariamar Mpepe, una mujer estéril en la aldea
de Kulumani, está doblemente condenada: a tener un único lugar y a ser una
única vida. La locura puede ser entonces un refugio temporal hasta que los
dioses se distancien de los antepasados para volver a ser mujeres. Nadie podrá
matar una ilusión. Confieso yo también que esta lectura me ha devuelto algo
parecido al sentimiento salvaje de una leona. Tal vez, cuando el mundo acabe
por completarse de vida, no habrá más miedo, sólo sangre de fiera, lágrimas de
mujer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario